Un canto tras la máscara
22nov 2024
[Esta historia está basada en un cuento que escribí para un concurso en el colegio, tenía 10 años y era mucho más infantil. En esencia siempre ha sido bastante oscura pero ahora he querido retorcerla un poco más. Espero que te guste]
Alma era una niña que existía en los márgenes. Siempre presente pero siempre ignorada, era el tipo de persona que los demás olvidaban al girar la cabeza. En casa, sus padres hablaban de ella como si fuera un peso, un accidente al que nunca lograron adaptarse. Sus compañeros en la escuela la trataban con indiferencia, lo que dolía más que el rechazo. Pero Alma no buscaba atención. Lo único que deseaba, con un fervor que la asustaba, era que alguien escuchara su voz. Quería cantar, no para gustar, sino para que su presencia fuera innegable, aunque fuera por un momento. Todo cambió la noche que tuvo aquel sueño.
Era un domingo, el único día de la semana en que sus padres desaparecían y la dejaban con su abuelo. Esa noche soñó con un campo, aunque no era como los campos que conocía. El cielo era de un púrpura enfermizo, y las nubes se retorcían como si algo dentro de ellas intentara salir. El suelo, cubierto de algo negro y viscoso, emitía un leve calor. Alma caminaba descalza, sintiendo cómo ese calor subía por sus piernas, lento pero inexorable. Una figura apareció entonces, alta y desproporcionada, su rostro cubierto por una máscara que no mostraba expresión, pero que la miraba como si pudiera ver hasta el rincón más oscuro de su mente.
—Tu tristeza es un don —dijo la figura, su voz como un murmullo que se deslizó directamente dentro de su cráneo—. Si aprendes a usarla, nada será imposible. Dale forma. Hazla tuya.
Alma despertó con un grito ahogado. El sueño había sido más vívido que cualquier cosa que hubiera experimentado antes. Durante todo el día, las palabras de la figura resonaron en su cabeza. Sintió que necesitaba hacer algo, crear algo. Decidió fabricar la máscara tenue de la figura del sueño. Debía ser un objeto que pudiera encapsular su tristeza, transformarla o tal vez incluso controlarla. Pasó horas buscando materiales en su habitación, pero no encontró nada. Y mientras buscaba, un pensamiento extraño se apoderó de ella: la máscara no debía ser fabricada. Ya existía. Solo debía encontrarla.
Esa tarde, su abuelo la llevó al parque. Ella no tenía ganas de ir, pero lo acompañó. Mientras él hablaba con un conocido, Alma se alejó hacia los columpios. Pero no jugó. Algo más allá del límite del parque atrajo su atención: un destello, un reflejo, como si algo brillara débilmente entre los árboles.
La curiosidad la llevó a cruzar el umbral de los árboles, donde el aire parecía más frío y pesado. Allí encontró una charca rodeada de raíces nudosas que se retorcían como dedos deformes. En el centro, sobre una roca húmeda, había algo envuelto en hojas podridas. Se acercó con cuidado, sintiendo que el suelo bajo sus pies parecía latir, como si estuviera vivo. Retiró las hojas con manos temblorosas y encontró la máscara.
No era lo que esperaba. Era vieja, pero no parecía deteriorada. Su superficie era irregular, casi orgánica, y sus bordes estaban manchados con algo oscuro que no podía identificar. Los ojos eran dos huecos profundos, y aunque no tenían vida, sentía que la miraban, juzgándola, entendiendo cosas de ella que ni siquiera ella sabía. La máscara parecía pulsar levemente al contacto de su mirada, como si respirara. De repente sintió una mezcla de miedo y atracción. No podía dejar de mirarla.
Entonces, la voz de su abuelo la llamó, rompiendo el trance. Cubrió la máscara con las hojas rápidamente y corrió de vuelta al parque. Pero no dejó de pensar en ella. Esa noche, soñó de nuevo con la charca, con la máscara, y con algo más: una voz que cantaba. No era su voz, pero la sentía salir de su garganta.
Con el tiempo, Alma intentó olvidar la máscara, pero nunca pudo. Su vida siguió como antes, monótona y vacía. A los dieciséis años, todavía era una figura gris en un mundo lleno de color. Sus padres no la miraban a los ojos ni siquiera el día de su cumpleaños, y aunque sus amigos intentaban incluirla, sus esfuerzos eran en vano. Estaba convencida de que su lugar no era ese.
Esa noche, sus amigos la llevaron al parque, el mismo parque donde estuvo 7 años atrás. Mientras ellos iban a comprar algo de beber, Alma se quedó en los columpios. La noche era silenciosa, pero el aire estaba tenso, como si el bosque estuviera conteniendo la respiración. Entonces lo sintió: el mismo destello, la misma llamada. Sabía que la máscara la estaba esperando.
Caminó hacia la charca como si sus pies se movieran por voluntad propia. Al llegar, la máscara seguía allí, pero había cambiado. Su superficie ahora brillaba con una luz tenue, y los huecos de los ojos parecían más profundos, como si no tuvieran fondo. La tomó entre sus manos y la levantó hacia su rostro. Al hacerlo, un escalofrío recorrió su cuerpo, y por un instante, todo quedó en silencio. Luego, el mundo cambió.
No fue un dolor físico lo que sintió, sino algo peor. Una invasión. La máscara no se había limitado a cubrir su rostro; había entrado en ella. Alma vio destellos de recuerdos que no eran suyos, rostros y voces que no reconocía pero que la llenaron de una angustia insoportable. Su tristeza, esa que había llevado toda su vida como un peso muerto, ahora era algo vivo, algo que la devoraba desde dentro. Y la máscara… La máscara no solo amplificaba su dolor. Lo moldeaba, lo retorcía, lo convertía en algo que no podía controlar.
Alma comenzó a cantar, pero la voz que salió no era suya. Era una cacofonía, un lamento que parecía salir directamente del vientre de la tierra. Cada nota era un fragmento de algo roto, y con cada palabra, sentía cómo su propia identidad se desintegraba. Cuando terminó, ya no era Alma. No era nadie. La máscara había tomado todo.
Cuentan que todavía se puede escuchar su canto en noches de luna llena, un sonido que no parece humano pero que, si lo escuchas, te invade con una tristeza tan profunda que nunca puedes escapar de ella. Algunos han visto una figura en el bosque: un cuerpo delgado y retorcido, con una máscara grotesca que parece viva. Dicen que si la miras a los ojos, verás algo peor que la muerte. Verás todo lo que podrías haber sido, y todo lo que has perdido, reflejado en los vacíos infinitos de la máscara.
Y entonces, como Alma, quedarás atrapado para siempre.